Chelo Rodriguez Dominguez |
Decía Baudelaire que los coloristas son poetas épicos y a Baudelaire nunca le ha faltado razón. Los buenos coloristas, completemos, aquellos cuya imaginación ha dictado el sentido moral de los colores, de los contornos, del sonido y del perfume. Aquellos que descomponen la creación y, según unas reglas emanadas de lo más profundo del alma, reaniman la materia y crean su propio mundo, con los mismos materiales. Los coloristas son poetas pues tan sólo los poetas pueden seleccionar fragmentos del lenguaje para disponerlos de tal forma que emane el lirismo de su sintaxis. Solamente los rapsodas tienen esa facultad que tantos no tenemos para reconstruir con colores, con contornos, sonidos y perfumes, una realidad articulada por analogías y metáforas. Salpimentando lo cotidiano. Para encontrar, como diría Baudelaire, unas reglas de las que no se puede hallar el origen más que en lo más profundo de uno mismo. Chelo Rodríguez hace renacer en su obra la máxima horaciana de ut pictura poesis, y se nos presenta como una poetisa épica que ha sustituido los versos por los colores, el lapicero por el pincel y las hojas de papel por lienzos que nos revelan el mundo, colorista y silencioso, tal como ella lo ve. Colorista. Chelo utiliza la paleta con valor y valentía, osadamente, arriesgando y acertando, revistiendo para nosotros un mundo lleno de cromatismo, un festín de pigmentos en el que se defiende el voluptuoso goce de vivir, la naturaleza en todo su esplendor, sensual, brillante, rayana en la exuberancia cuando la pintora escoge a las plantas y a los frutos como protagonistas del lienzo, o en sus escenas suramericanas, del exotismo mágico y onírico casi casi de una Kahlo. Rojos, verdes, naranjas, azules cobalto o amarillos para reconstruir el mundo en enfoques y perspectivas muy personales. Chelo nos anima a observar la belleza inherente no sólo en los amplios horizontes a los que se abre un paisaje barbizoniano, o en unas marinas evocadoras de Lugrís, sino también en la cinematográfica perspectiva en contrapicado de un peso de cinco quilos que mantiene abierta la puerta, en los volumétricos bolos que se derrumban en un instante congelado, o en unas escultóricas máscaras ahora reconvertidas en pintura. Es ahí, en la elección de esos temas, en el valorar el potencial narrativo de esas visiones selectivas, donde se aprecia quizá en mayor medida el profundo humanismo y la vitalidad optimista de la obra de Chelo Rodríguez. En el reconocer el triunfo de la belleza donde quizá no hubiéramos reparado. Ahora bien, no se trata de una sensualidad desbocada: hay un sentido moral en el uso del color, una sintaxis lírica, una sutil, elegante y delicada fragancia en sus pinturas. La voluptuosidad del cromatismo, las provocadoras perspectivas y las sugerentes composiciones, se ven sabiamente compensadas por el gobierno del silencio. Una contención muy acertada. Su obra rezuma el sosiego fruto de una realidad equilibradamente circunspecta, apaciguada, misteriosa incluso cuando unos bancos otoñales y vacíos nos hablan de la melancolía del paso del tiempo, o cuando seis granadas divinas gobiernan el armario de la cocina con la misma soledad circular, serena y compartida de las bailarinas de Degas en su classe de danse. Un silencio respetuoso, fruto quizá de un acercamiento casi religioso al paisaje, o a la sacralidad del género del bodegón, ambos dos temas usados con frecuencia como reencarnación de lo divino en pintura, como metáfora de lo trascendente, como poesía lírica. Ut pictura poesis. Un silencio que serena el ímpetu de las tonalidades e invita al espectador a detenerse, reflexionar y adivinar a veces, en una segunda lectura, la nostalgia escondida bajo el traje de fiesta del color. Un silencio claustral sólo alterado en sus cuadros por la presencia del agua que circula imparable a través de fuentes y caños, de cascadas, arroyuelos o del oleaje que golpea contra la costa para arrancarle el sonido rítmico de las mareas, la placidez cadenciosa de una mecedora. El sonido del agua atraviesa la obra de Chelo Rodríguez, circulando casi entre un cuadro y otro, para "reverdecer de verde" sus lienzos o cubrir de azul el horizonte de una alegoría marítima; para vencer el imperio del silencio, para crear vida, para recrearse en el mito venéreo de la feminidad y la fecundidad, para renacer. Nadie puede crear nada que no exista ya en su interior. Esa es una limitación que compartimos todas las personas. Y si es verdad que todos tenemos dentro los materiales para reconstruir la belleza interna hacia afuera, sólo los artistas son capaces de darle a esa existencia interior una coherencia lírica y un significado colectivo a través del arte. Una melodía, que diría Baudelaire, para los oídos del mundo. Chelo Rodríguez lo consigue, a fe mía, mediante el color y el silencio. Y haciéndolo es pintora y poetisa épica a partes iguales. Porque pintando crea un mundo definitivamente más bello. David Pérez Rego“Cato”
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