Antón Castro comenta las acuarelas de Manuel Gandullo
En la tradición pictórica, la acuarela ha tenido habitualmente una consideración de género aparte, consideración nada pertinente, si tenemos en cuenta que los resortes técnicos –especialmente en los últimos años- no han sido más que pretextos irrelevantes en la renovación de aquélla, mucho menos importantes, desde luego, que la mirada conceptual. Acuarela, lápiz, acrílico u óleo, por ejemplo, no dejan de ser, percepciones anecdóticas a la hora de afrontar la labor en mayúsculas del pintor, cuyo rol, desde el punto de vista de la expresión, está por encima de tal o cual modalidad, porque, en definitiva, de lo que hablamos es de pintura. Y esto sucede cuando nos acercamos al trabajo de Manolo Gandullo, heredero, sin duda, de la vieja guardia romántica en la tradición del paisajismo, esa asunción vivida del mismo como un auténtico estado del alma.Mas, detrás de la evidencia perceptiva y espiritual, Gandullo adoba con pasión y un espíritu minimalista los resortes que hicieron grande a los Constable y especialmente a Turner –el más grande de los pintores que ha utilizado la acuarela-, capaz de sincretizar los fenómenos atmósféricos y licuar como aire y luz el viento, la lluvia o la velocidad. Su disección de la realidad es la paciente mirada escrutadora de los días vividos en el natural ejercicio de un ojo que ha llegado a definir los supuestos líricos del paisaje: un cálido poema de emulsiones irisadas, donde la luz emite destellos que rompen el blanco material, retorno al contraluz y retrata la transformación del tiempo como ese aludido estado del alma. Reflejos que son sombras y gestos, veladuras sin peso, alusiones a la levedad inmaterial de la técnica que licua sin fisuras el papel del soporte, elemento líquido y etéreo, nunca magmático. Por ahí discurren sus acercamientos a los atardeceres atlánticos, a los acantilados de la Costa da Morte, a la placidez de las dársenas y a la presencia de los veleros en esas claves que Dufy dejó impresas en el carácter indeleble de una cromía frenética y mínima, gestual y esencial, reduciendo el efecto fauvista hasta los límites simbólicos de su presencia, como sucede en los ocasos o en las playas de Gandullo, en el efecto especular de sus refracciones límpidas, donde la foresta adquiere el olor de un verde mojado que respiramos con los matices múltiples de la primavera o del otoño. En ese acto de congelación del instante, está el acto creativo o el hecho performántico del ojo que captura a la naturaleza como expresión ideal del espíritu, aquella prolongación que Schelling vislumbraba en la captura del tiempo ideal de lo románticos. Un tiempo estatizado para percibir la belleza del encuadre elegido, donde se resume el mundo, su mundo, y tal vez su manera de interpretarlo con el deseo de los clásicos poetas que pintaban el paisaje con la palabra ajustada. Sucede ello igualmente cuando el papel del artista se acerca a lo más íntimo y, tal como hacían, los viejos naturalistas que recorrían los bosques, disecciona azucenas, cardos, amapolas, hortensias u otros conjuntos florales, verdaderas metáforas del ser, metonimias de la naturaleza descontextualizadas en el laboratorio estético de esa presunción kantiana de una belleza fijada exclusivamente en la forma, de nuevo, leve e ingrávida, enternecida por el reino de las luces y de las sombras o en su dimensión más refractiva que es el vacío en el que parecen flotar.
Con todo ello Gandullo no sólo afronta la pintura como un estado de autoconocimiento que detecta en la naturaleza más próxima, la misma que singulariza su mundo, sino como ejercicio poético –permítaseme la recurrencia- que necesita para seguir afirmando el sentido de su vida que, finalmente, es también la nuestra.
Antón Castro